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Las llamadas "barras bravas"
Mar, 22/06/2010 - 10:05

Alberto Benegas Lynch

 Las llamadas "barras bravas"
Alberto Benegas Lynch

Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina. Él es profesor Emérito de Eseade (Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas en Buenos Aires), institución en la cual se desempeñó como decano por 23 años. Benegas Lynch es un académico asociado del Cato Institute y un miembro de la Mont Pelerin Society.

El deporte constituye una forma sana de recreación y de educación. El ejercicio físico no solo es un complemento indispensable para la salud por aquello de mens sana en corpore sano -el adagio latino que ilustra acerca de la relación entre nuestro intelecto y nuestro físico- sino porque, en el caso del deporte, se enseña el comportamiento civilizado al respetar las reglas del juego y las resoluciones del referato y, en su caso, aceptar con hidalguía la derrota y felicitar al adversario.

En verdad se puede conocer mucho acerca del carácter y la personalidad al observar las actitudes y conductas de quienes se desempeñan en la cancha.

De un tiempo a esta parte se vienen sucediendo actos de vandalismo que nada tienen que ver con el deporte y mucho con la guerra. No solo no se festeja y felicita al ganador en una competencia supuestamente deportiva, sino que se procede a destrozar físicamente al adversario y a sus simpatizantes en el contexto de marchas y cánticos obscenos y agresivos junto con la destrucción de las instalaciones, la conquista de banderines y otros trofeos de guerra. Esto viene ocurriendo especialmente en el fútbol, donde reiteradamente los estadios y aledaños se convierten en campos de batalla.

Aparecen las figuras denominadas “barras bravas”, un subterfugio para ocultar la verdadera filiación de criminales y asaltantes a la integridad física de terceros. El espectáculo bochornoso de estos personajes se ha hecho patente en este mundial sudafricano con el insólito y accidentado viaje de “barras bravas” argentinas.

Juan José Sebreli escribe en La era del fútbol que “para humillación de los populistas el fútbol [football], ese supuesto deporte ‘del pueblo’, lejos de surgir en el seno de las masas populares es un típico producto de la conservadora y refinada clase alta inglesa […] Las reglas del juego fueron impuestas por la Universidad de Cambridge en 1846”, y recuerda que en nuestros ámbitos latinoamericanos la primera contienda internacional tuvo lugar en Montevideo en 1889, entre los residentes ingleses en la Argentina y los residentes ingleses que vivían en Uruguay.

Asimismo, Sebreli destaca los orígenes británicos de los clubs en territorio argentino como Boca Juniors, River Plate, Racing y New`s Old Boys, y que el primer equipo (Alumni) se formó en el English High School.

El mismo autor señala que “el hincha” no guarda relación alguna con el fair play, “la prueba es que nunca el buen juego de un equipo va a ser aplaudido por los partidarios del conjunto contrario”, y “como en el fondo es un débil, necesita respirar el ámbito de la complicidad para estar a sus anchas […] El hincha es una variante de la personalidad autoritaria en la que el prejuicio es una forma de lograr una identidad personal que no tiene”, y más adelante afirma que “la cabeza de turco preferida de la agresividad del hincha son los árbitros. Éstos deben salir del estadio protegidos por la policía y vuelven a su casa en medio de la angustia de sus familiares”.

Y respecto a los “barras bravas”, Sebreli concluye que “son bandas compuestas por hinchas fanáticos de un club que consagran su vida al mismo, y a la vez viven de él, organizados y armados para provocar tumultos en los estadios, agredir y en ocasiones matar a los adversarios”, grupos que “no existirían si no contaran con el apoyo o la complicidad de los dirigentes del club”, que los usan para sus inconfesables designios personales.

En esta misma línea argumental, Eduardo J. Padilla, en un sesudo y bien documentado artículo publicado en La Nación de Buenos Aires, con razón se alarma de la extendida costumbre de la “educación para la trampa”, lamentablemente instalada desde muy diversos ángulos en ambientes argentinos cada vez más generalizados, y “así obtener el goal con la proscripta mano en vez de con el prescripto pie pasará para muchos a ser festejado como la viveza suprema”, con lo que de este modo el “mundo del foul se va instalando como el paradigma de la vida ‘libre’ […] Un cierto cinismo general, que campea en el ánimo de los que observan con náuseas el desarrollo de esta Argentina ‘faulera’, no ayuda a cambiar la situación sino a sostenerla”.

Por su parte, Enrique Ghersi en un meduloso ensayo aparecido en un libro de gran calado, cuyo título es ¿Por qué amamos el fútbol?, después de pasar revista, analizar y escudriñar los pros y contras de las diversas posibilidades de introducir sistemas varios de seguros con la intención de contrarrestar los desmanes de las “barras bravas”, concluye que estas situaciones de violencia inusitada se mitigarían grandemente si este deporte no estuviera altamente politizado desde la FIFA en adelante, donde al no existir dueños propiamente dichos, debido a absurdas legislaciones deportivas, no se asumen debidamente los costos por las destrucciones de las instalaciones y por las graves lesiones a las personas en los predios correspondientes, ya que existe “una conexión críticamente importante entre los clubes y estas organizaciones” delictivas.

Sostiene Ghersi que la referida indefinición o vaga y ambivalente definición de los derechos de propiedad no ocurre en otros deportes tales como el golf, el fútbol americano, el béisbol, el hockey y el box, donde no tienen lugar las aludidas violencias, mientras que en el fútbol “no existe el más mínimo interés en cuidar el negocio a largo plazo, sino de disfrutarlo en el corto y al estilo político, de suerte que queda establecida la base sobre la cual la grandeza del dirigente puede construirse sobre la adoración de una hinchada fanática que es, también, una fuente de su riqueza y poder”.

En cualquier caso, se trate del establecimiento de incentivos perversos debido a legislaciones altamente contraproducentes, o a la falta de educación elemental en cuanto al respeto al prójimo y a las reglas justas establecidas (probablemente ambas cosas a la vez), es necesario un cuidadoso examen de lo que viene ocurriendo y la indispensable diferenciación de lo que es un deporte de la delincuencia insititucionalizada y tolerada por muchos distraídos e indiferentes.

Días pasados, una cámara oculta filmó una asamblea de “barras bravas” en Buenos Aires donde queda patente la prepotencia, la matonería, la impunidad y el lenguaje soez de aquellos patoteros que dirigen esas asociaciones ilícitas sustentadas por no pocos dirigentes del fútbol y políticos en funciones.

Este fenómeno de las llamadas “barras bravas” se ha generalizado a otras áreas de la vida de los pueblos: así se observa que se reclama que los aparatos estatales se aparten de su condición de árbitros de reglas de justicia preestablecidas y participen tomando partida por uno de los equipos con lo que la distorsión de valores no solo contamina al deporte, sino que abarca áreas crecientes de la vida social.

Por último, el lugar común y por cierto bastante grotesco de culpar al comercio en el fútbol, por las tropelías que ocurren, sin percatarse que precisamente las transacciones comerciales educan, de ahí que ambas partes se dan recíprocamente las gracias luego de concretar una operación, puesto que el proceso no es de suma cero como cuando se sustituye el comercio por la politización.

En el contexto de esta corriente de pensamiento es frecuente tildar peyorativamente a los médicos de “comerciantes” como si los facultativos estuvieran condenados a vivir del aire. Sin duda que hay médicos inmorales del mismo modo que ocurre en todas las profesiones. Si un cirujano recomienda extirpar un órgano que no debe ser extirpado se ha cometido un fraude, pero de allí a condenar el profesionalismo hay un salto lógico inaceptable.

Es injusto el levantar el dedo acusador desde cómodas poltronas por parte de quienes encuentran sus actividades bien remuneradas, dirigiéndose a otras tareas profesionales que cobran honorarios por los servicios prestados. En este mismo sentido, se suele afirmar que los deportistas no deberían cobrar por el espectáculo que brindan como si lo que se profesionaliza se degradara. Se continúa diciendo que si no se cobran emolumentos el deporte se llevaría a cabo por amor y gusto al torneo y la competencia deportiva. Lo contrario desviaría la atención al amor al dinero y a la ganancia, lo cual desdibujaría y prostituiría el deporte.

No se sabe cuales son los fundamentos de tales afirmaciones y cuales las diferencias con las tareas científicas, ya que no podría afirmarse sin algún viso de seriedad que el hombre de ciencia deja de lado la búsqueda de la verdad y la investigación rigurosa por el hecho de recibir ingresos como contrapartida de sus esfuerzos. Lo mismo podría decirse de los actores de teatro, los autores de libros o los vendedores de salchichas.

Más aún, podríamos decir que resulta indispensable la remuneración atractiva para contar con buenos profesores y que es un signo de manifiesta decadencia el infravalorarlos y subestimarlos monetariamente, de lo cual no se desprende que todo deba ser compensado por lo crematístico. Por ejemplo, si se pretendiera enamorar a una mujer exigiendo que se retribuyan arrumacos con el pago en efectivo, seguramente no se logrará el objetivo propuesto. Del hecho de que algunos actos se llevan a cabo por el mero placer de ejecutarlos, no se desprende que deba imponerse esa conducta a otras actividades ni denostarlas cuando se llevan a cabo, puesto que con esta tesitura todos los bienes y servicios desaparecerían del mercado.

La división del trabajo, la asignación eficiente de los siempre escasos recursos y la consiguiente cooperación social, ya sea para medicamentos, alimentación, la vivienda y los entretenimientos masivos, solo pueden concebirse a través de las oportunas señales de mercado, es decir, los precios. Al fin y al cabo el “vil metal” no es ni más ni menos el medio de intercambio para coordinar información dispersa y fraccionada, lo cual no resulta diferente para el deporte como espectáculo de masas.

Y no se pretenda esgrimir como prueba que anteriormente, cuando el fútbol no se había profesionalizado, estas violencias inusitadas no existían, puesto que así se incurre en la falacia de post hoc ergo propter hoc,es decir, la inferencia de que algo es causa simplemente porque precede en el tiempo a otro acontecimiento posterior que por ello se considera su efecto. Antes se mantenían valores y principios de la buena conducta que luego se abandonaron, no por la profesionalización sino por pésimos modales y peor educación, de lo contrario también cabría deducir disparates tales como que debido al correlato y la secuencia temporal de la minifalda con internet podría concluirse que lo primero es causa de lo segundo.

No debe confundirse la decencia y las conductas civilizadas con el legítimo premio monetario por servir al prójimo, por más que a uno personalmente no le atraiga el deporte en cuestión. Es el caso de quien estas líneas escribe, que nunca fue a un estadio de fútbol ya que es aficionado a otros deportes (pero alejado de muchedumbres y de todo lo que tenga viso gestual de coro), lo cual no es óbice para opinar sobre estos acontecimientos, del mismo modo que un ginecólogo no necesita haber parido para conocer del tema que lo ocupa profesionalmente.

Esta columna fue publicada con anterioridad en el blog "Libremente" del centro de estudios públicos ElCato.org.

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