Abundan ahora las recriminaciones y las justificaciones. Ciertamente el fracaso no es una bancarrota sino sólo un default técnico. En esto tiene toda la razón el carismático ministro de Economía argentino, Axel Kicillof. Argentina podría haber pagado, pero no lo quiso. Si las razones son reales o sencillamente excusas, el tema es discutible. También es cierto que los llamados “fondos buitre” están centrados en buscar la mayor ganancia. Pero aunque esto sea de dudosa moral, lo cierto es que la ley está de su parte.
Es un hecho: se podría haber logrado un compromiso. La mayor parte de los expertos concuerdan, y también el mercado se mostraba optimista. Pero las negociaciones fracasaron y Argentina se encuentra una vez más al borde del abismo. Esto no desatará una crisis internacional de los mercados financieros pues Argentina se encuentra aislada desde hace mucho tiempo. Tampoco al gobierno de Buenos Aires le parece preocupar tanto las consecuencias económicas como determinar la pregunta de la responsabilidad. La presidenta Cristina Kirchner y su equipo apostaron desde un principio en que la simpatía internacional estaría de su lado, y escenificaron el conflicto como una lucha entre un valiente David contra un codicioso Goliat capitalista.
Desde el punto de vista de Cristina Kirchner poco había que perder políticamente con esta postura intransigente, pero mucho que ganar: la comprensión de su nación, la solidaridad de los países vecinos, y no menos importante, distracción para apartar los ojos de la opinión pública de sus propios errores en política económica. Las consecuencias las deben cargar otros: los ciudadanos argentinos que, una vez más, ven derrumbarse sus esperanzas de un futuro mejor.
No solo porque Argentina está sumergida en una crisis económica, sino sobre todo porque este desencuentro perjudica fuertemente y a largo plazo el panorama de inversiones -una llaga todavía abierta desde la expropiación de la petrolera Repsol. Argentina podría ser un país rico, tiene todas las condiciones para serlo. Pero para concretarlas el país necesita dinero para su infraestructura, relaciones con los mercados internacionales y confianza. Pero en un país en el que no existen garantías jurídicas y donde los inversores son desacreditados según los intereses imperantes es imposible que se desarrolle un clima de confianza.
El hecho de que el dogmatismo desafiante del gobierno argentino haya causado un debate sobre un derecho internacional de insolvencia no beneficiará en gran medida a los ciudadanos argentinos. Tampoco lo harán las palabras de su ministro de Economía en referencia al fracaso de las negociaciones: “El mundo sigue girando”.