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Dos lecciones políticas de Bolivia
Mar, 12/11/2019 - 14:10

Leo Zuckermann

¿Puede comprarse el voto en México?
Leo Zuckermann

Leo Zuckermann es analista político y académico mexicano. Posee una licenciatura en administración pública en El Colegio de México y una maestría en políticas públicas en la Universidad de Oxford (Inglaterra). Asimismo, cuenta con dos maestrías de la Universidad de Columbia, Nueva York, donde es candidato a doctor en ciencia política. Trabajó para la presidencia de la República en México y en la empresa consultora McKinsey and Company. Fue secretario general del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde actualmente es profesor afiliado de la División de Estudios Políticos. Su columna, Juegos de Poder, se publica de lunes a viernes en Excélsior, así como en distintos periódicos de varios estados de México. En radio, es conductor del programa Imagen Electoral que se trasmite en Grupo Imagen. En 2003, recibió el Premio Nacional de Periodismo.

La primera: el agandallamiento político tiene un límite y los gobernantes deben entenderlo.

En muchos ámbitos, la presidencia de Evo Morales en Bolivia fue exitosa. Nadie puede menospreciar los resultados positivos en el crecimiento económico, la disminución de la pobreza y la mayor integración social de grupos previamente marginados, como los indígenas.

Al mismo tiempo, el presidente boliviano concentró el poder en su persona. Así lo describe Horst Grebe López en el artículo Evo en claroscuro de la revista Nexos de diciembre de 2018: “un presidencialismo exacerbado, muy cercano al autoritarismo; el sometimiento de todas las instituciones del Estado al Poder Ejecutivo, un sistema decisional altamente concentrado en un círculo estrecho de colaboradores y asesores, la cooptación de dirigentes sindicales mediante generosas prebendas y la onerosa campaña de entrega de obras, grandes y pequeñas, por parte del propio presidente”.

Morales, quien ganó su primera elección como presidente en 2005, promulgó una nueva Constitución en 2009 que él promovió y redactó.

De acuerdo con esta nueva ley fundamental, se llevaron a cabo nuevas elecciones presidenciales que volvió a ganar. La nueva Constitución le permitía una sola reelección al presidente. En 2014, Evo, de nuevo, triunfó en los comicios presidenciales.

En 2016, Morales dio ese paso que, públicamente, lo convirtió en un grosero gandalla. Organizó un referéndum para reformar la Constitución y permitir una reelección más. Perdió. No supo, sin embargo, reconocer la derrota y profundizó su gandallez. Se fue al Tribunal Electoral, que él controlaba, y solicitó que lo dejaran participar en la elección de 2019, argumentando que se estaba violando su derecho humano a ser votado. “No quiero, pero no puedo decepcionar a mi pueblo”, dijo. Pero el pueblo, o por lo menos, la mayoría que había votado en el referéndum, ya lo había rechazado.

Escandalosamente, el Tribunal, en contra de lo que ordenaba la Constitución, le dio permiso de participar en las elecciones. El agandalle sancionado por el Poder Judicial.

El día de la elección, Morales no estaba teniendo la diferencia de diez puntos porcentuales necesaria para evitar una segunda vuelta. Sospechosamente, el sistema electoral se cayó y, cuando regresó, Evo ya tenía los votos para convertirse en presidente.

Fue la gota que derramó el vaso de tanto agandalle acumulado a lo largo de los años. La concentración del poder lo cegó al punto que no supo retirarse a tiempo. Vieja historia de la política. Pudo haberse retirado como uno de los mejores mandatarios bolivianos de la historia. Hoy, con la cola entre las patas, viene de asilado a México.

La lección es clara: el agandalle tiene un límite. La sociedad lo pone. Unos países son más tolerantes, otros menos, pero, al final, llega el día en que la mayoría de la población ya no aguanta el abuso del poder y actúa en consecuencia.

Segunda lección: los movimientos sociales no alcanzan si no se institucionalizan.

Cito de nuevo a Grebe López: “el nuevo texto constitucional [de 2009] estuvo más destinado a satisfacer las aspiraciones simbólicas de las bases sociales del Movimiento al Socialismo (el partido de Morales, conocido como el MAS) y menos a instaurar un nuevo orden constitucional con la arquitectura institucional correspondiente para la promoción efectiva de la igualdad política y jurídica sin discriminación; la vigencia plena de las garantías constitucionales y de los derechos humanos, así como el funcionamiento del Estado de Derecho y la independencia y coordinación de los poderes del Estado. Para lograr esto habría que contar con una serie de capacidades institucionales, muy difíciles de conseguir con un gobierno de movimientos sociales que reemplaza al modelo tradicional de partidos políticos”.

Efectivamente, los gobiernos cimentados en movimientos sociales no suelen crear instituciones que aseguren el cambio político, económico y social de un país. El resultado es el paso efímero en el poder de un líder carismático, muy popular, con buenas intenciones, incluso con buenos resultados, pero sin fortalecer la autonomía y capacidad del Estado, al punto que los militares tienen que intervenir en la política.

Dos lecciones importantes. Hay, desde luego, muchas más. Quiero terminar, sin embargo, condenando el golpe de Estado en Bolivia. La intervención del Ejército no era la solución a este problema. Como hemos atestiguado muchas veces en América Latina, hay una cosa peor que el agandalle de los políticos civiles: el agandalle de los militares.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.

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