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El país que Enrique Peña Nieto va a encontrar
Mié, 05/09/2012 - 08:51

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

El gran déficit de las últimas décadas ha sido de liderazgo. No ha habido claridad de rumbo ni ambición de transformación: ha habido administración, pero no la consolidación de una plataforma susceptible de conducirnos hacia un mejor futuro. Esa ausencia no sólo nos ha impedido asir oportunidades o convertir las circunstancias en una oportunidad, sino que ha provocado una retracción de la sociedad en su conjunto: cada quien protegiendo lo suyo y nadie desarrollando proyectos hacia adelante. La noción de desarrollo desapareció del mapa de México.

Los mexicanos tenemos una relación de amor y odio con los liderazgos fuertes en la presidencia porque la experiencia no ha sido benigna en ese frente: una larga historia de imposiciones creó enormes resistencias a cualquier cambio, el desempeño de líderes descarriados acabó conduciendo a enormes crisis financieras y los excesos de poder conllevaron a decisiones erradas con graves consecuencias económicas de largo plazo. Sin embargo, en todos esos casos el problema no fue de liderazgo fuerte sino de total ausencia de contrapesos.

Aunque imperfectos, hoy existen una serie de contrapesos que, si bien no principalmente institucionales, han tenido el efecto de acotar el ejercicio del poder. Esto no es malo en términos del ejercicio de la función gubernamental, pero para lograr el desarrollo es necesario contar con contrapesos institucionales efectivos y transparentes para todos. Sin embargo, nada de eso cambia el hecho de que el país está ávido, y necesitado, de un líder a la vez fuerte y efectivo, pero acotado, capaz de entender el contexto en el que opera. Es decir, con buen juicio. Isaiah Berlin definió el buen juicio de un político como “la capacidad para integrar una vasta amalgama de información traslapada, fugaz, multicolor y cambiante”.

El país que Enrique Peña Nieto va a encontrar está atorado, cada una de sus partes enfrascada en su propio laberinto. En ausencia de claridad de rumbo, el panorama está dominado por fuerzas refractarias a cualquier cambio cuando no reaccionarias, en el sentido literal, más no ideológico del término. Ante un futuro inexistente o poco claro, lo natural es refugiarse en lo conocido: el pasado.

Aunque el fenómeno sea particularmente visible en algunos ámbitos muy concretos, la realidad es que es raro el espacio de la vida nacional que ha logrado desmarcarse de esta tendencia. La izquierda que ha dominado los últimos años está empeñada en reconstruir los 70; el sector privado está encasillado en el modelo proteccionista de desarrollo industrial; la vieja burocracia no concibe solución alguna que no implique más gasto; el servicio exterior está partido entre quienes prefieren “no moverle” y quienes ansían retornar al espacio de confort que representa culpar a los estadounidenses de nuestros males. Los priistas todavía están por dar color, pero es obvio que muchos añoran el ayer. El PAN está discutiendo un retorno a sus orígenes. El pasado ofrece un refugio, así sea de perdición.

Es obvio que en cada uno de estos grupos y sectores hay contingentes y liderazgos no sólo claros de mente respecto a lo que es imperativo lograr, sino que lo han hecho en sus propios ámbitos de competencia: corrientes, empresas, grupos y espacios en general. Sin embargo, todos esos liderazgos, o potenciales liderazgos, se encuentran acosados por el tenor general de la reciedumbre del contexto. Ninguno, ni los que de verdad detentan poder o capacidad de ejemplo, se atreve a sacar la cabeza. Eso mismo que es por demás visible en la lucha soterrada por el futuro dentro de la izquierda, es igual de cierto dentro del sector privado, en el PAN y en todos los rincones del país.

Todo mundo sabe que los viejos arreglos que siguen existiendo, así como la vieja economía o las viejas formas de conducir a la política exterior, por seguir los mismos ejemplos, no nos ofrecen oportunidades hacia adelante, pero nadie quiere arriesgar su propio pellejo en un contexto en el que el éxito se sigue penalizando y el costo del error, o de un fracaso, es inconmensurable.

Otra manera de decir todo esto es que el país cuenta con enormes capacidades listas para transformarlo, que las reservas de liderazgo son vastas y que, a diferencia de Europa o EE.UU., nuestra situación estructural (económica) es mucho más sólida y promisoria, por más que urjan diversas reformas y ajustes. El país está listo para dar la vuelta, pero nadie se atreve a dar el gran paso. Ese es el déficit de liderazgo.

El statu quo acaba siendo conveniente para todos pero bueno sólo para los intereses más encumbrados. Esta paradoja sólo se puede resolver con la presencia de dos circunstancias simultáneas: por un lado, un liderazgo efectivo; por el otro, un liderazgo ilustrado que comprenda la dinámica que caracteriza al mundo y capaz de desarrollar las estrategias idóneas para lograr el éxito. Al país le urge un liderazgo claro que marque líneas estratégicas y, sobre todo, que facilite el surgimiento de todo ese potencial que se ha venido acumulando a lo largo de dos o tres décadas pero que no ha acabado de ver la luz.

El México de hace algunas décadas permitía y favorecía el ejercicio casi unipersonal del poder. Hoy las circunstancias tanto nacionales como internacionales hacen mucho más difícil, si no es que imposible, semejante escenario. Una característica medular del país  de hoy –y de la economía global- es la descentralización del poder y de la actividad productiva. Los controles centrales ya no son funcionales y, en muchísimos casos, posibles. Lo que el país requiere es una claridad de dirección para el desarrollo, lo que implica, paradójicamente, hacer posible la multiplicación de los liderazgos sectoriales y funcionales.

Con claridad de la naturaleza del reto, el próximo presidente tendrá la excepcional oportunidad de lograr dos cosas que han sido imposibles en las últimas dos décadas: romper la inercia paralizante y construir instituciones perdurables. Eso sólo lo podría lograr un amplio acuerdo susceptible de atraer a la ciudadanía. La mezcla de las dos es clave: destrabar lo que está atorado apalancándose en todo ese potencial acumulado y, a la vez, construir las instituciones que le den un espacio a todos los grupos y fuerzas políticas y productivas. Lo primero es indispensable pero, dado el nivel de conflicto, quizá sea imposible sin lo segundo.

Benjamin Disraeli, uno de los grandes gobernantes de Inglaterra en el siglo XIX, decía que “las circunstancias están más allá del control del hombre, pero su manera de conducirse está en sus manos”. La oportunidad es inmensa y la complejidad del momento la hace tanto más grande.

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