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La guerra y la desmemoria en Colombia
Mar, 21/01/2014 - 10:25

Camilo Olarte

Vientos de paz desde el campo colombiano
Camilo Olarte

Camilo Olarte es Ingeniero y periodista colombiano, naturalizado mexicano. Actualmente es el corresponsal de AméricaEconomía en México.

“Yo también sé jugar ese juego que se llama No pienso en eso, ergo no existe, o No se habla de eso, luego no ha sucedido” sentencia el monólogo interno de un personaje en la novela de Laura Restrepo, “Delirio”, para explicar algo que nos pasa a los colombianos. La distribuidora y exhibidora de cine más grande del país, Cine Colombia, se  negó en diciembre pasado a proyectar un tráiler de dos minutos y medio del documental, “No hubo tiempo para la tristeza”. La empresa exigía a su productor,  el Centro Nacional de Memoria Histórica, que se eliminaran algunas “escenas crudas y demasiado fuertes.” La película es un complemento audiovisual a los hallazgos del informe “¡Basta Ya!, Colombia: memorias de guerra y dignidad”. Un texto que recoge por primera vez en la historia reciente del país las cifras y las historias que ha dejado el conflicto desde 1958 hasta hoy.

Cine Colombia  parece que no quisiera que viéramos lo que pasa en el otro país, donde no llegan sus salas.  La sangre de ficción está bien. Es aceptable. La real, no. Y esto no es ficción: 220.000 asesinados, 81,5% eran civiles, casi todos campesinos; 25.007 desaparecidos, mas del doble que las de la dictaduras del cono sur; 1.754 victimas  de violencia sexual; 6.421 niños reclutados por grupos armados; 27.023 secuestros asociados con el conflicto armado entre 1970 y 2010;  10.189 mutilados por minas antipersonales, casi los mismos que en Afganistán; 8,3 millones de hectáreas despojadas o abandonadas.

“¿Por qué dejamos que esto ocurriera? ¿Dónde estaba yo cuándo esto le pasaba a millones de colombianos?” Es muy difícil leer el informe o ver el documental sin hacerse estas mismas preguntas que se han hecho decenas de columnistas en los últimos meses.

Desde 1994 la historia desapareció de los colegios colombianos como asignatura obligatoria e independiente. Una generación completa  nació en un país en guerra, pero en los centros urbanos los jóvenes están creciendo con un desconocimiento total de la tragedia. La herencia de las víctimas es la muerte,  es convivir con ella; la herencia de muchos de nosotros es la desmemoria, la negación.

"Y si lo veo le voy a dar en la cara, marica" le dijo durante su gobierno el ex presidente Uribe a un funcionario. "Sea varón y quédese a discutir de frente” le dijo alguna vez a Chávez. Y muchos aplaudieron. Para reconocer la violencia en Colombia no es necesario saber historia, es tan fácil como oír un discurso presidencial, leer un foro de un diario, ver la violencia en las escuelas o en las redes sociales, volver al país cuando uno se ha ido. La sangre de tantos muertos que creemos lejanos, la historia que negamos,  está entre nosotros, y nos ha cambiado.

El gobierno de Álvaro Uribe Vélez nos dejó un país llenó de eufemismos, lleno de trampas para evadir  nuestra historia. “Nombrar equivocadamente las cosas es contribuir a la desgracia del mundo”, decía Albert Camus. En el listado de  términos que desaparecieron de los discursos presidenciales y de muchos medios están: “conflicto armado”, “actores armados”,  “actores del conflicto”, “guerra”. Y el veto más cruel de todos, que, sin embargo, no fue acatado por casi nadie: a los 5.700.000 colombianos que tuvieron que dejar todo para huir de la muerte, no podíamos llamarlos desplazados de la guerra, ahora eran “migrantes”.

El deambular desesperanzado de esas familias por las calles de las diferentes ciudades desde hace unos 15 años, parece haber tenido un efecto más fuerte en los colombianos que los magnicidios y los atentados terroristas. El conflicto armado adquirió un rostro.  “Quienes ponemos el cuero de esta guerra somos nosotros, los campesinos.”, dice un hombre en el documental. Las versiones libres de los  paramilitares –cuya existencia alguna vez justificaron la mayoría de colombianos- en el marco de la ley de justicia y paz validaron el discurso que llevaban años  enunciando las víctimas y que nosotros no oíamos: masacres, descuartizamientos, cementerios clandestinos, escuelas de asesinos, víctimas.

La guerra  y las causas básicas de ésta, aquellas que defiende la guerrilla, sí existen. Un modelo agrario injusto, la concentración de la tierra,  un país profundamente desigual y todos los puntos que se están discutiendo en el proceso de paz en la habana, si existen. A la guerrilla la única legitimidad que le quedó a pesar de su terrible deformación son esas causas que dicen defender.

La respuesta social a la publicación del libro ha sido abrumadora, mucho más fuerte de lo que esperaba el Centro Nacional de Memoria Histórica. Si la guerra termina el  único lugar al que podremos recurrir para que esta situación no se repita, es la memoria. Colombia tiene la oportunidad más grande en su historia para conseguir la paz. Necesitamos arreglar los desajustes éticos de un país que se tardó décadas en aceptar que se estaba matando. El periodismo, el cine, la literatura, el arte tendrán entonces una tarea muy importante. Es hora de vernos en el espejo roto de estas desgracias y darles la única dignidad que podemos devolverles a los muertos que ignoramos: recordar lo que pasó.

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