Pasar al contenido principal

ES / EN

¿Por qué estamos tan pesimistas si las cosas están mejorando?
Mar, 23/01/2018 - 08:50

Marian L. Tupy

Cómo el papa malinterpreta el mundo
Marian L. Tupy

Marian L. Tupy es analista de políticas públicas del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.

A fines del año pasado en Cap X, documenté el constante flujo de avances tecnológicos, científicos y médicos que están mejorando las vidas de miles de millones de personas ordinarias. Considerando todas estas buenas noticias, la verdadera pregunta es por qué la gente es tan increíblemente pesimista.

Juzgando por una encuesta realizada en 2016 a alrededor de 20.000 personas en algunos de los países más ricos del mundo, usted difícilmente podría sobre-estimar el grado de pesimismo. En respuesta a la pregunta “Considerando todas las cosas, ¿cree usted que el mundo está mejor o peor, o ni mejorando ni empeorando?” Solo 10 por ciento en Suecia, 6 por ciento en EE.UU., 4 por ciento en Alemania y 3 por ciento en Francia pensaron que las cosas estaban mejorando. ¿Por qué? Porque resulta que somos pesimistas por naturaleza.

A lo largo de los últimos 200 años más o menos, el mundo ha experimentado mejoras previamente inconcebibles en la calidad de vida. El proceso de crecimiento económico rápido empezó en Europa y EE.UU., pero hoy algunos de los países que más rápido crecen en el mundo se encuentran en Asia y África —sacando a miles de millones de personas de la pobreza absoluta. La evidencia histórica, por lo tanto, constituye un argumento importante a favor del optimismo. Aún así, el pesimismo está en todas partes. Como el autor inglés Matt Ridley señaló en su libro The Rational Optimist:

“Las librerías están gimiendo bajo pirámides de pesimismo. Las ondas de radios están copadas de fatalidad. En mi propia vida adulta, he escuchado las predicciones implacables de una creciente pobreza, de las hambrunas por venir, de los desiertos en expansión, de las plagas inminentes, de las latentes guerras de agua, de la inevitable agotamiento del petróleo, de la escasez de minerales, de la caída en el conteo espermático, del afinamiento de la capa de ozono, de la lluvia ácida, de los inviernos nucleares, de las epidemias de la vaca loca, de los errores en los computadores por el efecto del año 2000, de las abejas asesinas, del pescado que cambia de sexo, del calentamiento global, de la acidificación del océano e incluso de los impactos de asteroides que pondrían un terrible fin a este feliz interludio. No puedo recordar una vez en la que uno u otro de estos sustos haya sido solemnemente esgrimido por élites sobrias, distinguidas y serias y luego repetidos de forma histérica por la prensa. No puedo recordar un tiempo en el que yo no estaba siendo advertido por alguien acerca del hecho de que el mundo solo podría sobrevivir si abandonaba el objetivo tonto del crecimiento económico. La razón de moda para sostener el pesimismo cambió, pero el pesimismo fue constante. En la década de 1960 la explosión de la población y las hambrunas globales lideraron las preocupaciones, en la década de 1970 el agotamiento de los recursos, en la década de 1980 la lluvia ácida, en la década de 1990 las pandemias, en la década de 2000 el calentamiento global. Uno por uno, estos sustos vino y se fue (todos menos el último)”.

Ridley advierte acerca de un punto más específico que el pesimismo general: ¿Por qué estamos, como especie, tan dispuestos a creer en los escenarios fatalistas que prácticamente nunca se materializan?

El Director de la Fundación Premio X, Peter H. Diamandis, ofrece una explicación posible. Los seres humanos están constantemente siendo bombardeados con información. Porque nuestros cerebros tienen un poder de computación limitado, tienen que separar lo que es importante, como un león corriendo en nuestra dirección, del o que es mundano, como una cama de flores. Como la supervivencia es más importante que todas las demás consideraciones, gran parte de la información que ingresa a nuestros cerebros a través de la amígdala —una parte de nuestro cerebro que es “responsable de nuestras emociones primarias como la furia, el odio y el miedo”. La información relacionada a esas emociones primarias obtiene nuestra atención primero porque la amígdala “siempre está buscando algo que temer”. En otras palabras, nuestra especie ha evolucionado para darle prioridad a las malas noticias.

El psicólogo de la Universidad de Harvard, Steven Pinker, ha señalado que la naturaleza del conocimiento y la naturaleza de las noticias interactúan de formas que nos hacen pensar que el mundo está peor de lo que realmente está. Las noticias, después de todo, se tratan acerca de cosas que pasan. Las cosas que no pasaron no se reportan. Como Pinker señala, “nunca vemos a un reportero decirle a la cámara, ‘Aquí estamos, en vivo desde un país donde una guerra no se ha dado’”. En otras palabras, los periódicos y otros medios de comunicación suelen enfocarse en lo negativo. Como el viejo adagio periodístico dice, “Si sangra, lidera”.

Para empeorar las cosas, la llegada de las redes sociales hace que las noticias malas sean inmediatas y más íntimas. Hasta hace relativamente poco tiempo, la gran mayoría de la gente sabía muy poco acerca del sinnúmero de guerras, plagas, hambrunas y catástrofes naturales que sucedían en lugares distantes del mundo. Contraste eso con el desastre del Tsunami en Japón en 2011, desastre que la gente alrededor del mundo vio desarrollarse en vivo a través de sus Smartphones.

El cerebro humano también suele sobrevalorar el peligro debido a los que los psicólogos llaman “la heurística de la disponibilidad” o un proceso de estimar la probabilidad de un evento basándose en la facilidad con que los ejemplos relevantes del mismo vienen a la mente. Desafortunadamente, la memoria humana recuerda eventos por razones diferentes a la frecuencia de su recurrencia. Cuando un evento surge porque es traumático, el cerebro humano sobreestimará qué tan probable es que vuelva a darse.

Considere nuestro miedo al terrorismo. Según John Mueller, un científico político de Ohio State University, “En los años posteriores al 9/11, los terroristas musulmanes han logrado matar alrededor de 7 personas al año dentro de EE.UU. Todas esas muertes son trágicas por supuesto, pero algunas comparaciones valen la pena tener en mente: los rayos matan aproximadamente a 46 personas al año, los venados que provocan accidentes matan a cerca de 150 personas al año, y los ahogamientos en tinas de baño matan a alrededor de 300 personas al año”. Aún así, los estadounidenses continúan teniendo temor al terrorismo mucho más que a la posibilidad de ahogarse en una tina de baño.

Además, como Pinker también señala, los efectos psicológicos de las cosas malas suelen pesar más que aquellos de las cosas buenas. Pregúntese, ¿qué tanto más feliz se imagina que se podría sentir? Y nuevamente, ¿qué tanto más miserable se imagina usted que se puede sentir? La respuesta a la segunda es: infinitamente. La literatura psicológica muestra que las personas le temen a las pérdidas mucho más de lo que anticipan ganancias; dedican más tiempo a pensar en los retrocesos que a disfrutar de los éxitos; resienten la crítica mucho más de lo que son alentados por los elogios. Lo malo, en otras palabras, es más fuerte que lo bueno.

Finalmente, las cosas buenas y malas suelen suceder en momentos distintos. Las cosas malas, como los accidentes de aviones, pueden suceder de forma rápida. Las cosas buenas, como los grandes avances que la humanidad ha logrado en la lucha contra el VIH/SIDA, suelen suceder de forma incremental y a través de periodos largos de tiempo. Como Kevin Kelly de Wired ha dicho, “Desde la Ilustración y la invención de la Ciencia, hemos logrado crear un poquito más de lo que hemos destruido cada año. Pero ese pequeño porcentaje de diferencia positiva se se acumuló a lo largo de décadas hasta llegar a ser lo que nosotros podríamos llamar civilización ... [El progreso] es una acción que se auto-encubre y solo puede apreciarse en retrospección”.

En otras palabras, la humanidad sufre de un sesgo negativo o de una “alerta para cosas malas que nos rodean”. Consecuentemente, hay un mercado para quienes buscan noticias malas, ya sean fatalistas que dicen que la sobre población causará hambrunas masivas, o para los alarmistas que dicen que estamos quedándonos sin recursos naturales.

Los políticos también se han dado cuenta de que alarmar acerca de “crisis” incrementa su poder y puede lograr que sean reelegidos. También puede conducir a obtener prestigiosos premios y oportunidades de dar disertaciones lucrativas. De manera que los políticos tanto de la izquierda y de la derecha juegan con nuestros miedos —ya sea una preocupación acerca del crimen causado por jugar videojuegos violentos o acerca de las enfermedades de salud supuestamente causadas por el consumo de alimentos genéticamente modificados.

El sesgo negativo está profundamente arraigado en nuestros cerebros. No es algo que podemos hacer desaparecer con simplemente desearlo. Lo mejor que podemos hacer es darnos cuenta de que estamos sufriendo de este sesgo.

*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.