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¿Error del PRI?
Jue, 15/07/2010 - 15:56

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Viendo los resultados electorales recientes, cualquiera pensaría que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) -o algún ex priísta- va en caballo de hacienda. Pero la gran pregunta es hacia dónde va.

No es esta una pregunta ociosa: el PRI forjó a los mejores operadores políticos que existen en el país, pero el récord de su desempeño deja mucho que desear. En estos días demostraron que pueden ganar elecciones independientemente del partido que los postule, pero no han demostrado que entienden cómo cambió el mundo y que, por lo tanto, son capaces de gobernar en esta era.

El partido y su cultura fueron creados para mantener a una minoría elitista en control y se distinguió por estabilizar al país y crear una base de orden y crecimiento económico que duró casi 40 años. Sin embargo, a mediados de los 70 los gobiernos priístas perdieron el rumbo y nunca lo recuperaron. Las crisis que ha vivido el país desde entonces, incluyendo la falta de visión para conducir una transición política robusta, se le deben enteramente a esa cultura, que hoy no se limita sólo al PRI. A dos años de la próxima elección presidencial, los priístas harían bien en considerar para qué quieren regresar.

Las elecciones recientes sugieren que gobernará al país un priísta, pero no necesariamente uno el PRI. Unos priístas, los de las formas faraónicas, están demasiado preocupados con retornar para pensar en el contenido; los ex priístas que ascienden en la jerarquía de otros partidos y sus alianzas, son más flexibles y entienden la dinámica de la competencia, pero tampoco muestran una comprensión de los retos que experimenta el país.

Cualquiera que sea su color partidista, el priismo está ensoberbecido porque, por fin, comienza a vislumbrar una sonrisa en la famosa rueda de la fortuna. Menos obvio es que esté preparado para hacer una diferencia: les pasa un poco lo que decía Louis Ferdinand Céline, literato francés, cuando afirmaba que “todos son culpables menos yo”.

El problema del priismo ascendiente no es el envalentonamiento que surge del panorama nacional, sino el haber optado por ignorar su propia realidad e historia. La verdad es que las dos administraciones panistas (Partido Acción Nacional, PAN) le han hecho muy simple su trabajo, quizá demasiado fácil.

En lugar de confrontar las razones de su derrota en 2000, el priismo ha venido navegando de muertito, confiando que la marea tarde o temprano comience a cambiar. Esa manera de proceder no contribuye a crear el marco mental necesario para gobernar con efectividad. Nadie podría dudar de las habilidades políticas de muchos priístas, pero el mundo, y sobre todo el desarrollo, no está hecho sólo de operaciones coyunturales, sino de estrategias de largo aliento y en eso el priismo no ha cambiado nada: sigue proponiendo lo que fracasó en los 70, pero ahora con mucho mayor intensidad.

En su trabajo legislativo, los priístas -en el PRI, PAN o Partido Revolucionario Democrático (PRD)- se han destacado por su insistencia en soluciones estatistas. Por ejemplo, mientras que el mundo se mueve hacia la promoción de los llamados start ups, empresas tecnológicas susceptibles de crear riqueza y desarrollo en formas desconocidas bajo el viejo paradigma industrial, los priístas se concentran en la promoción de un “consejo económico y social”, un ente elefantiásico en el que se reunirían los viejos sindicatos, empresarios y gobierno para asegurar que se preserve la economía vieja, esa que no tiene ninguna posibilidad de generar riqueza futura.

Sus propuestas para modificar el marco regulatorio, comenzando por el de la competencia, se reducen a crear un nuevo espacio de control, ahora sobre las grandes empresas. El paradigma del control sigue tan vivo como si estuviéramos en la era cardenista y el mundo se encontrara en la antesala de la Segunda Guerra Mundial.

El problema con los priístas no es, como dijera Talleyrand respecto a la nobleza francesa luego de la Revolución, que “no han aprendido nada ni olvidado nada”, sino que no se han preparado para el tipo de país al que retornarían. Su paso por la oposición los ha envalentonado, pero no los ha preparado para el país en que México se ha convertido. Su desempeño en el poder legislativo y a nivel estatal los muestra enclaustrados en sus mismas formas, ideas y soluciones; prácticamente ninguno repara en el hecho de que perdieron porque la población estaba harta de sus fracasos, excesos y derroches, pero sobre todo por el estancamiento que vive el país desde hace casi cinco décadas. La noción de que todo se resuelve volviendo a hacer lo que ya fracasó una y otra vez es risible, por decir lo menos.

La derrota del PRI -ahora también en Puebla y Oaxaca- cambió al país en al menos un sentido fundamental: hizo posible la transición de los mexicanos de súbditos a ciudadanos. Se dice fácil, pero el fin de los controles priístas transformó al país de una manera mucho más profunda de lo que parecería a primera vista. Un futuro gobierno encabezado por un priísta seguro trataría de restablecer la red de controles y de recentralizar el poder una vez más pero, a menos de que contrate al señor Pinochet como operador, no le será fácil.

El cambio es profundo y real. Los gobiernos panistas podrán haber sido limitados e incompetentes, pero estaban lidiando con un animal muy distinto: una ciudadanía liberada y un marco carente de instituciones funcionales. Lo primero se le debe a la población, la ausencia de estas últimas se le debe enteramente al PRI.

Con pequeños momentos de excepción, si algo ha caracterizado al PRI y al priismo como gobierno y como oposición desde que el país entró en la serie de interminables crisis a partir de la caída de las exportaciones de maíz en 1965, es su extraordinaria constancia: siempre ha estado fijamente orientado al pasado. La excepción temporal fue el gobierno de Salinas que forzó al país a ver hacia afuera y hacia adelante, pero las contradicciones que surgieron entre su proyecto de desarrollo y sus intereses familiares fortalecieron y regeneraron al viejo PRI.

De intentar perseverar por la misma senda, un potencial gobierno de corte priista en el 2012 muy rápido se encontraría con la cruel realidad: ya no es posible controlarlo todo y las soluciones no se encuentran en el pasado. A México le urge una estrategia de desarrollo que sea consistente con nuestra realidad geopolítica, con el cambio en las estructuras productivas del mundo y con las necesidades y aspiraciones de los mexicanos. Lo que el priismo sí trae a la mesa es una excepcional capacidad de operación política. Si quieren sus integrantes reiniciar una era de gobiernos tipo priísta, tendrían que emplear esas dotes para un proyecto de futuro, porque el del pasado ya se murió.

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