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México: ciudadanía fuerte o sociedad controlada
Mié, 30/03/2011 - 09:28

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Control o responsabilidad: ese es el dilema diría Hamlet. Pero no se trata de una disquisición literaria, sino de la naturaleza del poder, la función del gobernante y su relación con el ciudadano. Para unos el ciudadano es un mero peón en la dinámica social; para otros es la piedra de toque de ese entramado. La diferencia no es pequeña y por eso la profunda controversia. Lo que está de por medio en la discusión en México sobre las modificaciones al Artículo 41 constitucional es precisamente eso: el papel protagónico del ciudadano en el desarrollo de la sociedad.

La pregunta es si el ciudadano es un componente más de la democracia o su razón de ser. Esa disyuntiva lo define todo. Algunos argumentan y defienden la noción de que el votante mexicano es menor de edad, incapaz de decidir sobre los grandes asuntos de nuestra realidad. Otros creemos que se trata de ciudadanos completos que tienen todo el derecho de hacer valer su perspectiva y ser el centro de la decisión en los asuntos públicos trascendentes. Para los primeros la función del gobierno y sus instituciones es controlar, regular y mediatizar la información, a fin de que el votante sepa qué es lo conveniente y deseable para él. Para los segundos, el ciudadano es plenamente capaz de decidir por sí mismo y no requiere que se le filtre la información. Esa es la diferencia entre un súbdito y un ciudadano.

Según Carlos III, rey de España en el siglo XVIII,  los súbditos nacieron "para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”. Acto seguido, es imperativo filtrar -si no es que mediatizar- los anuncios, comentarios o críticas que pudieran provenir de las diversas instancias sociales: poca información, debidamente supervisada. Esa es la perspectiva que inspiró las reformas electorales de 2007, en que se acotó la libertad de la sociedad para expresar sus ideas, comprar tiempos en los medios o recibir información por medio de publicidad negativa. Esa reforma elevó a los partidos políticos, junto con el IFE, al rango de controladores oficiales y absolutos de la información que los ciudadanos deben recibir. Nada fuera de lo que esas entidades produzcan, manipulen o mediaticen debe ser leído, visto o escuchado por los ciudadanos.

Mark Twain, ese gran filósofo de la vida, tenía otra idea: para él “la ciudadanía es lo que hace a la república, en contraste con la monarquía que preferiría evitarla”. Esa es la tesitura con la que nos hemos topado: queremos a una ciudadanía libre que se desarrolla y hace suya la responsabilidad de discernir y optar entre las posturas que se le presentan, o queremos a un conjunto de votantes que son incapaces de cualquier cosa excepto recibir instrucciones. Reconozco que estoy siendo absoluto en la tesitura, pero no tengo duda de que se trata de una definición fundamental. El tema es si apostamos por una ciudadanía capaz de discernir o por una masa inerte que sólo recibe mensajes y actúa de acuerdo a las instrucciones ahí implícitas.

El debate no es menor. Términos como “Estado rector”, “democracia dirigida” y “gobierno fuerte” se usaron a lo largo de la era priista para legitimar el abuso que el sistema autoritario imponía sobre el ciudadano, siempre considerado como menor de edad. En esa era, el gobierno estaba ahí para suplir la supuesta ausencia de una sociedad organizada, capaz de asumirse como el corazón del futuro. La paradoja del momento actual es que el futuro es inviable sin una ciudadanía fuerte. Restricciones como las que impone la reforma de 2007 no hacen sino subyugar, someter y controlar a la ciudadanía. ¿Cómo se puede pretender que exista más transparencia y rendición de cuentas si no existe ciudadanía? A menos de que el objetivo sea el de conformar a un grupo de expertos (seguramente integrado por quienes apoyan esta visión) que vigile la información y juzgue por ellos, es inconcebible una democracia sin ciudadanos. La pretensión de que es suficiente que los partidos participen en las elecciones y que los ciudadanos sean meros espectadores lo dice todo.

Stalin alguna vez afirmó que las personas que depositan su voto en la urna no deciden nada; quienes deciden, afirmaba el dictador soviético, son quienes cuentan los votos. La reconfiguración del IFE a mediados de los 90 pretendía responder a una realidad cuasi stalinista: la supuesta democracia mexicana no permitía que hubiera certeza en la contabilidad de los votos. Con el IFE ciudadano, la democracia mexicana comenzó a florecer en el terreno electoral. El IFE logró lo que parecía imposible: ganarse la confianza del electorado. 

Pero la democracia mexicana no fue diseñada para la ciudadanía. En la política mexicana actual la soberanía yace con los partidos políticos. El desencanto ciudadano tiene que ver con ese hecho: con el monopolio del poder en manos de los partidos y con la corrupción inherente al control que ejercen. El ciudadano promedio podrá no tener conocimientos profundos, pero entiende perfectamente que suyo es el voto y que debe ser ejercido con responsabilidad. La mediatización de la información impide que eso ocurra.

La reforma del 2007 hubiera enorgullecido a Stalin. Atrás quedó la autonomía del IFE, a la vez que la discusión pública, la propaganda electoral y la opinión en torno a la elección quedaron severamente restringidas. De árbitro independiente, el IFE pasó a ser un instrumento de auditoría. Ahora sus preocupaciones ya no se concentran en la equidad de la elección sino en el contenido de los mensajes políticos, la duración de los spots y la imposición de multas y censuras a un número cada vez mayor de actores. En otro arranque estalinista, todo mundo puede ser sujeto de un delito electoral. Se trata de una nueva manera de recentralizar el poder, no ya bajo el yugo presidencial sino del de los partidos y sus administradores. Eso puede ser cualquier cosa, pero democracia no es.

La disyuntiva es muy simple: queremos una sociedad estructurada y controlada por los partidos políticos o queremos una ciudadanía fuerte, capaz de exigir rendición de cuentas y decidir sobre sus gobernantes. Para algunos la disyuntiva es equivalente a escoger entre modelos en una agencia automotriz, pero en realidad se trata de un diferencia fundamental: dado que venimos de un sistema autoritario, requerimos de toda la fuerza ciudadana para discernir sin conferirle tanto poder a los partidos, entidades clave pero no un sustituto de una ciudadanía fuerte, capaz de ejercer el voto de una manera seria, responsable e informada. Las restricciones a la libertad de expresión son nocivas a una ciudadanía viva y deseosa de crecer y trascender.

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