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La muerte de Gusev
Mar, 10/05/2011 - 14:53

Leonardo Valencia

Ecuador: la cultura como vergüenza ajena
Leonardo Valencia

Leonardo Valencia es escritor ecuatoriano. Ha publicado libros de cuentos y novelas. Con el crítico Wilfrido Corral publicó la antología Cuentistas hispanoamericanos de entresiglo (McGraw Hill, 2005). Fue seleccionado para el Hay Festival de Bogotá 39 como uno de los 39 autores más destacados de la actual literatura latinoamericana. Es columnista de diario El Universo (Ecuador) y dirige en Barcelona el Laboratorio de Escritura.

Entre los cuentos de Chéjov uno de mis favoritos es Gusev. En él se cuenta el regreso a Rusia, en barco, de varios soldados desahuciados. Dos de ellos destacan: Pavel Ivanich y el mismo Gusev. 

El cuento deja entrever retazos de sus conversaciones. Pavel Ivanich descubre que están condenados, que no llegarán nunca a Rusia y que los han embarcado para morir en el trayecto. Él se rebela y despotrica contra el destino al que lo ha sometido su ejército, pero nada puede hacer. Pavel Ivanich muere y es lanzado al mar. Gusev, un campesino, lo sobrevive unos días. En ese barco fantasma, un soldado le pregunta si tiene miedo a morir, porque está muy enfermo, pero a Gusev lo único que le preocupa es lo que ocurrirá en su aldea, porque él era quien mantenía a su familia, mientras su hermano es un borracho que la llevará a la ruina y a mendigar. Eso corroe a Gusev. Finalmente también muere. 

Tal como hicieron con Pavel Ivanich, lo meten en un saco, al que añaden dos pedazos de hierro para darle más peso. “Es un espectáculo extraño -dice Chéjov- el de un hombre metido en un saco y a punto de ser lanzado al mar. ¡Y, sin embargo, todos están expuestos a esa suerte!”. 

El cuento podría acabar con esa escena. Pero Chéjov no renuncia a bordar un contrapunto en el cierre. Describe lo que no podemos ver: cómo el cuerpo se sumerge, cómo lo rodean los peces y cómo se acerca, silencioso, un tiburón, y merodea el saco donde está el cuerpo de Gusev, hasta romperlo y soltar el peso, que golpea las costillas del tiburón y luego se pierde en las profundidades. 

Chéjov no dice más sobre lo que ocurre bajo el agua. Pasa a describir el cielo, que se transforma en una serie de colores que parecen irritar al mar sombrío, pero que de inmediato cede al triunfo de un color delicado, alegre y apasionado para el cual, dice Chéjov, es difícil encontrar un nombre en el lenguaje humano.

No me pregunten por qué, pero el escalofrío ante la imagen por computadora del lanzamiento del cadáver de Bin Laden desde un barco militar norteamericano me recordó este cuento. Se han dado todos los argumentos disponibles para pasar por alto esa ceremonia de ignominia. Bin Laden y su estela terrorista eliminó el respeto al ser humano en tantos atentados, pero a fin de cuentas se ha terminado incurriendo en el mismo rango de miseria de jugar con los cuerpos, con un funeral expeditivo que borra la defensa de ningún valor y se asimila a la práctica del enemigo. Insisto, se pueden dar todas las razones, pero sus autores no están librados de asemejarse a la desvergüenza última de sus enemigos. 

No se puede ver un solo lado y olvidar el otro: no se puede ceder al nihilismo que solo encuentra sentido en el ojo por ojo. No ha sido un trabajo bien hecho, como ha dicho Obama, sino todo lo contrario. Chéjov quiso que veamos los triunfantes colores del cielo, pero también el horror que se carcome bajo el mar.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.