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Brasil y Venezuela: dos caminos de la izquierda en A. Latina
Lun, 16/09/2013 - 11:30

Felippe Ramos

La huelga de policías y el tema de la inequidad en Brasil
Felippe Ramos

Felippe Ramos es sociólogo, director del Instituto Surear para la Promoción de la Integración Latinoamericana y investigador becario del Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA). Fue profesor del departamento de Sociología de la Universidad Federal de Bahía (Brasil) y profesor visitante del Central Arizona College en Casa Grande, Arizona (EE.UU.), como becario de la Fulbright Association. Su área de investigación actual es la integración regional en Latinoamérica y los problemas de la democracia y del desarrollo brasileño y latinoamericano. Vive en Caracas, Venezuela, a fin de desarrollar investigaciones acerca de la cooperación bilateral Brasil-Venezuela.

El filósofo italiano Norberto Bobbio decía que, en líneas generales, el principal rasgo de la derecha es la defensa de la libertad antes que la igualdad y la izquierda, por otro lado, tiene como principal objetivo la defensa de la igualdad antes que la libertad. En el comienzo del siglo XXI en América Latina, la izquierda ha buscado una ruta democrática que mantiene la igualdad como objetivo fundamental, aunque anclada también en la defensa de las libertades conquistadas en el ámbito de las democracias representativas. Eso porque, por un lado, la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética redujeron la fuerza de la opción socialista revolucionaria y, por otro lado, las sociedades pasaron a valorar positivamente las libertades civiles y políticas garantizadas por los procesos de redemocratización tras décadas de dictaduras en la región. De ese modo, en diversos países, la superación de los programas de ajustes estructurales y de la agenda neoliberal de los años 90 fue lograda dentro de los límites de la democracia realmente existente. En ese contexto, la efectiva aplicación de los programas de gobierno de las izquierdas electas tiene sus límites en la propia estructura e institucionalidad democrática en proceso de consolidación. Los caminos del lulismo en Brasil y del chavismo en Venezuela son ilustrativos.  

En Brasil, el presidente Lula (Partido de los Trabajadores, PT) fue electo en 2002 en una coalición que iba más allá de la izquierda, albergando sectores políticos de centro-derecha y centro, como su vicepresidente en aquel entonces, el empresario José Alencar (Partido Liberal). A lo largo de su gobierno (2003-2010) y también con su sucesora, Dilma Rousseff (2011-hoy), la coalición se amplió y el centrista Partido de la Movilización Democrática Brasilera (PMDB) pasó a ser, al lado del PT, el principal partido del gobierno, lo que le posibilitó el control de importantes espacios del poder ejecutivo (ministerios) e instituciones estadales (agencias, bancos públicos, etc.). La victoria de la coalición de centro-izquierda demostró la consolidación de la democracia brasilera que aceptó un proyecto político distinto a lo del núcleo más duro de la hegemonía económico-financiera del país (el proyecto neoliberal representado por el Partido de la Socialdemocracia Brasilera -PSDB- que había gobernado los ocho años anteriores de 1995 hasta 2002).

Brasil pasaba, por lo tanto, por un período de consolidación democrática para la cual fue fundamental el fortalecimiento institucional. La capacidad democrática de aceptar el ganador de la elección y la superación de la reducción neoliberal del Estado hicieron que el diseño republicano tuviese rasgos más definidos: pacto federativo sólido entre los distintos niveles de gobierno (federal, provincial y municipal); competencia entre partidos y proyectos políticos; instituciones con roles definidos y funcionarios públicos con estabilidad en sus carreras; separación relativa entre los poderes; conformación de un espacio público para la sociedad civil. Sin embargo, la coalición amplia y la fuerza de las instituciones, si bien fueron condiciones del acceso de la izquierda brasilera al poder, también impusieron simultáneamente los límites para el proyecto de transformación planteado: la inclusión de los sectores excluidos de la población tendría que respetar el paso lento de los cambios intermediados por negociaciones políticas y capacidades institucionales. El camino tomado por la izquierda brasilera presupone la conciliación con las élites y el juego dentro de los límites institucionales con la consecuencia de la desmovilización de las masas. Tras diez años de gobiernos del PT, se ha logrado ampliar la inclusión social (disminución de la miseria y la pobreza y aumento de la capacidad de consumo), pero aún queda mucho por hacer (inclusión ciudadana, mejora de servicios públicos y ampliación de derechos).

Las protestas callejeras de junio de 2013 son pruebas del largo camino que hay adelante. En fin, el precio de la consolidación democrática y del fortalecimiento institucional suele ser la reducción de la posibilidad de cambios profundos y la lenta velocidad de la transformación posible. La salud de la democracia representativa, en ese modelo, exige que los excluidos esperen el momento en el cual podrán ser incluidos a través de reformas graduales sin herir la institucionalidad vigente.

En Venezuela, la elección presidencial de 1998 fue enmarcada en una coyuntura de prolongada crisis política, económica y social empezada en los años 80, con fuerte descontento social e baja credibilidad de las instituciones políticas. Al revés de Brasil y su consolidación democrática, en Venezuela, la democracia de Punto Fijo, existente desde 1958, se desplomaba. El proyecto de reconstrucción del Estado ya era planteado por los presidentes anteriores a Hugo Chávez, pero la aplicación de las fórmulas de ajustes orientados por el Fondo Monetario Internacional (FMI) les quitó la legitimidad necesaria para impulsar los cambios. El presidente Hugo Chávez fue electo en 1998 por ser un actor político nuevo y, por lo tanto, con la legitimidad de la esperanza social para impulsar los cambios que planteaba: refundación del Estado a través de una constituyente aprobada por voto popular; lucha contra la miseria y la pobreza; uso de la renta petrolera en beneficio de los más pobres. Para llevar a cabo estos objetivos, dos principios orientaban el proyecto: nacionalismo (para reconstruir la capacidad de acción del Estado) y bolivarianismo (para combatir las oligarquías que se aposaban de la renta petrolera). El proyecto de la revolución bolivariana de Hugo Chávez, por lo tanto, no era consecuencia de la consolidación democrática, sino de su crisis, y se basaba en el conflicto abierto con los responsables por conducir al país a la situación de pobreza generalizada (en 1998 más de la mitad de la población se encontraba abajo de la línea de pobreza): los agentes políticos y económicos del viejo orden de Punto Fijo.

El chavismo, entonces, llegó al poder con el objetivo de aplicar el programa político planteado en la campaña electoral, en lo que pese las resistencias de la oposición, bajo los siguientes lineamientos estratégicos: (a) evitar la conciliación con las élites y confrontarlas siempre que posible, (b) movilizar y organizar las masas, (c) promover cambios institucionales que posibiliten un camino más rápido hacia la inclusión y transformación social.

El paso más rápido de los cambios llevados a cabo en el país por la revolución bolivariana presupone dos condiciones ausentes en el caso brasilero: (a) el apoyo de fuerzas políticas identificadas solamente con la izquierda y (b) la existencia de una institucionalidad floja. La primera condición permite que el proyecto sea impulsado a través del conflicto polarizado, apoyado en la movilización de las masas, en contra del adversario identificado como la derecha. Las negociaciones y pactos son, de ese modo, evitados y un reformismo fuerte es logrado. La segunda condición permite al gobierno impulsar proyectos (de las cooperativas productivas a los consejos comunales territoriales) y programas (como las misiones y gran misiones), a través de la inversión de la renta petrolera en experimentos e innovaciones políticas con miras a rediseñar el pacto federativo y crear el Estado comunal como base socio-política y económica para el socialismo planteado. El fracaso de parte de esos intentos no impide que se siga intentando: la institucionalidad floja permite que fracasos sean olvidados y nuevos caminos intentados.

Es decir, la ausencia de una coalición permite la implementación coherente de la agenda planteada en la campaña electoral (con bajo nivel de lucha interna y conflicto sostenido contra la oposición) y la debilidad institucional permite al gobierno manejar la maquinaria estadal de una manera experimental. Lo que podría ser considerado una situación ideal para un proyecto de cambios sociales radicales impulsado por la izquierda, sin embargo, ha generado también efectos colaterales. El control exagerado del Estado por una sola fuerza política disminuye la separación de poderes y genera una mezcla poco saludable entre Estado-gobierno-partido-movimiento. Asimismo, la política de movilización constante de las masas (majority rule) en una sociedad cristiana con rasgos morales conservadores fortalece prejuicios del sentido común e impone límites a la consolidación de espacios a las minorías (como los defensores del aborto, del casamiento gay, etc.), lo que conforma el movimiento chavista como moralmente conservador. La declaración más reciente de que el socialismo del siglo XXI debe ser cristiano y los ataques al líder opositor Henrique Capriles por su supuesta orientación sexual son dos ejemplos. Además de eso, el impulso al rediseño tentativo y experimental del Estado y del pacto federativo con miras a una redistribución del poder simultáneamente crea una confusión institucional en la cual no se conoce de manera clara los roles de los distintos órganos e iniciativas y genera dudas acerca de la constitucionalidad del rediseño impulsado. Aunque la revolución bolivariana sea llevada a cabo respetando los límites del marco democrático y legitimada por constantes elecciones y consultas populares (plebiscitos y referendos), la fuerte centralización del comando (en contradicción con la descentralización en las bases) y rasgos autoritarios en la conducción del proceso son vistos como fragilidades del modelo venezolano.

Los dos caminos presentados –el brasilero y el venezolano– tienen sus ventajas y sus límites. El primero es una ruta más estable, pero mucho más lenta. Según el politólogo André Singer, “hay cambio, pero se cambia tan despacio que ni parece que hay cambio”. El modelo brasilero –el lulismo– mantiene y profundiza la institucionalidad de la democracia representativa, lo que es positivo en un país que hace poco vivía bajo una dictadura militar. Su precio es posponer la inclusión de millones de excluidos, debido a los frenos presentados por las instituciones, por la oposición o por aliados conservadores en la coalición. El modelo venezolano –el chavismo– emergió en una crisis de la democracia representativa y propuso la radicalización democrática a través del impulso a la democracia participativa y directa. La ausencia de coalición y la constante movilización de masas permitió impulsar cambios más rápidos en la sociedad, incluso cambiando las propias instituciones (desde la constituyente hasta la propuesta del Estado comunal). Su precio es que tales cambios rápidos generan riesgos por la propia desinstitucionalización y confusión institucional, lo que reduce los frenos que solían proteger minorías y actores en desacuerdo con el proyecto en curso. La historia no sigue la perfección de los planteamientos teóricos, sino que va abriendo sus propios caminos.