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México, de vuelta al pasado
Jue, 07/11/2019 - 10:52

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Justo cuando parecía que, con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, muchos de los peores vicios del viejo sistema político mexicano serían erradicados por una administración que dice representar un nuevo régimen, el devenir cotidiano nos revela lo contrario, reproduciendo sus peores prácticas. Este reconocimiento me vino de la lectura de un libro extraordinario y aterrador al mismo tiempo: Media noche en Chernobyl,* la historia de la explosión del epónimo reactor nuclear que no sólo mató a una infinidad de gente, sino que fue determinante en el fin del sistema soviético. Su lectura me recordó a un México que nunca se fue, pero que ahora ha regresado con bríos renovados.

Lo primero notable de la historia de Chernobyl es la sensación de autoridad moral. La burocracia, desde el secretario general del partido comunista hasta el inspector más modesto y, en este caso, incluyendo a los científicos nucleares, lo sabe todo, por lo que no requiere conocimiento adicional alguno. La autosuficiencia, y su hermana la arrogancia, dicta cada decisión, ignorando la realidad, las mediciones, las quejas de los involucrados o la evidencia más palpable. Me recuerda a los papás de los pobres niños con cáncer esperando su medicamento en el hospital Federico Gómez.

Un segundo elemento es la falta de innovación. Los científicos diseñan un tipo de reactor y lo reproducen de manera sistemática para todas las regiones del país. Una vez que se llega a un diseño, éste es el que servirá a todos, sin mecanismos para mejorarlo o, incluso, superarlo. En lugar de que haya diversos diseños en competencia para elevar eficiencias, mejorar seguridad y reducir costos, la visión burocrática, siempre de túnel, lleva a su perpetuación. De esta manera, no sólo se hace imposible la mejora sistemática que es inherente a sistemas abiertos, típicos de occidente, sino que cuando, como en este caso, se evidencia lo peligroso del diseño, todos los demás resultan vulnerables. Así funcionaba la CFE con sus termoeléctricas: una vez que existió un diseño aceptable para su burocracia, todas eran iguales. La innovación llegó con la apertura del sector. Si el México de hoy funcionara como la URSS de entonces, toda la economía sería de trapiches.

El manejo de la información es igualmente revelador. El gobierno de Gorbachov, que se decía de la apertura y que estaba deseoso de congraciarse con el resto del mundo, no supo como responder. Su instinto natural fue el de cerrar los ojos y no informar nada, aún a pesar de las interminables peticiones de quienes sí entendían que el peligro que ceñía sobre la población debía tener precedencia sobre cualquier otra cosa. En lugar de informar, se guardaban los datos, se respondía con mentiras, verdades a medias e información flagrantemente falsa. Fue hasta que la radiación comenzó a llegar a otras latitudes, sobre todo Suecia y Alemania, cuando fue inevitable informar, aunque fuera a cuentagotas. Aun así, pasaron larguísimos días hasta que se tomó la decisión de remover a la población civil, probablemente causando muchas más muertes innecesarias. Todavía hoy en México el instinto gubernamental es el de no informar o informar mal, como ilustran las desavenencias entre la información sobre Culiacán, el crecimiento de la economía, las calificadoras y la pretensión de que el desarrollo es posible sin crecimiento. Atole con el dedo.

Notable en el manejo que caracterizó al gobierno soviético fue el maniqueísmo en la forma de resolver -o concluir a fuerzas- los asuntos públicos. En lugar de determinar qué había pasado y cómo debía responderse, de antemano se decidió quienes eran los buenos y los malos, dependiendo de su cercanía a la nomenkatura, la élite soviética, o a lo que fuera funcional para tapar el hoyo. Quienes acabaron siendo hechos responsables no fueron los que causaron la hecatombe sino quienes no eran favoritos de la jerarquía. Unos fueron despedidos, otros premiados, algunos encarcelados, pero esas decisiones fueron previas a cualquier juicio. Lo que definió el resultado fue la cercanía al poder. Hoy es patente cómo el presidente decide salvar a sus amigos y sus empresas y denostar o atacar a los enemigos, independientemente de consideraciones como la tan mentada austeridad o, especialmente, la verdad.

El gran ausente, en la otrora Unión Soviética y en el México de hoy, es la ciudadanía. Cero respeto a sus preferencias, preocupaciones o legítimos reclamos. No sólo falta de respeto, sino un categórico desprecio, incluso cuando se trata de situaciones en que hay afectados que no la deben ni la temen, como los irradiados de Chernobyl o los quemados de Tlahuelilpan. La manifestación feminista es el mejor ejemplo de una sociedad que exige sin desacreditar pero que en lugar de aplausos recibe una total descalificación. Como en los viejos tiempos.

Afortunadamente, México no padece los terribles males que pusieron a Chernobyl en el mapa, pero la forma de actuar, reaccionar y ver el mundo de la administración y del establishment en general no es muy distinta a la del gobierno de aquel país de entonces. Un cambio de régimen debiera implicar una democracia real, para todos, no solo para los cuates, pues eso no sería muy distinto a lo de siempre.

*Adam Higginbotham, Simon & Schuster.

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