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Ya son gobierno
Mar, 09/07/2019 - 14:38

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Todos los gobiernos culpan a sus predecesores de los males que encuentran o con los que no pueden lidiar. En esto no hay novedad alguna: el problema no es mío, sino de mi predecesor. En lo que AMLO es excepcional es en culpar no a un gobierno, sino a toda una generación -tres décadas de gobernantes y funcionarios- de todo lo que no le gusta. Su problema hoy es que, luego de una prolongada campaña por derruir lo existente, ahora él es quien está a cargo y, por más que culpe a otros, suya es la responsabilidad.

A los candidatos se les mide por sus promesas e intenciones; los gobernantes son responsables por los resultados. AMLO prometió cambiar la realidad y ahora se encuentra ante el dilema que inevitablemente presentan los asuntos cotidianos: desde la inseguridad hasta el crecimiento económico. Su victoria electoral se debió a que enfocó su campaña hacia las cosas que molestaban al electorado -como la corrupción, la incompetencia, la violencia y el desigual desempeño económico- asuntos todos ellos que atosigaron a sus predecesores y que, evidentemente, no resolvieron. Ahora AMLO, que ya es gobierno, no tiene excusa: el balón está en su cancha.

La era que nos ha tocado vivir agrega un nivel adicional de complejidad por la inexorable tensión que existe entre las decisiones del electorado y los instrumentos al alcance de un gobierno para actuar en el mundo real, particularmente en materia económica. Los votantes respondieron a las promesas del candidato y esperan que éste les cumpla, pero cumplir en la era de la globalización es sumamente intrincado porque requieren el apoyo de la población en su conjunto.

Por naturaleza, los candidatos prometen el cielo y las estrellas: unos lo hacen con retórica estridente, otros con promesas irreductibles; algunos más atacan a sus predecesores haciéndole creer al electorado que todo es materia de voluntad y convicción. Pero, al final del día, todos acaban enfrentando el mismo desafío: en la era digital ningún gobierno controla todas las variables y procesos que afectan al desempeño de la economía porque el mundo está interconectado, la tecnología avanza a la velocidad del sonido y le da acceso a toda la población a fuentes de información que rebasan la capacidad del gobernante de controlarla. Peor, por más que un gobernante amase fuentes de control, centralice el poder y se imponga sobre los diversos intereses y factores de poder de su sociedad, nada le garantiza resultados económicos favorables que son, a final de cuentas, la medida más inmediata de éxito o fracaso para la ciudadanía.

El dilema es real y no se limita a México: cómo compatibilizar el legítimo reclamo de la población de ver resueltos los problemas que la aquejan y que fueron las razones por las que votaron por un determinado candidato frente a un mundo globalizado, integrado e interdependiente en el que las decisiones no responden a la lógica de la política interna. Esto último resulta del hecho que la inversión es, como dirían los abogados, fungible: puede ir a cualquier parte del mundo y da igual si quien decide vive en Tingüindín, Shanghái o Nueva York. 

Hay gobernantes que administran el dilema y se adaptan para avanzar lo más posible, en tanto que otros se apegan obstinadamente a sus posiciones, cueste lo que cueste. Mientras mayor la obstinación, peores los resultados porque prometer es fácil, pero lograr soluciones y satisfacer a los votantes es difícil. Este fenómeno se magnifica cuando el presidente crea y multiplica el número de enemigos cada mañana.

El estilo de gobernar de AMLO no es conducente a una mejoría. El tiempo para actuar de manera estridente, generando conflicto y confrontación, culminó el primero de julio de 2018 por la simple razón de que las campañas requieren mezquindad, pero el ejercicio del gobierno requiere actuar equitativamente para todos, pues sólo con la colaboración de todos es posible salir adelante. Sin embargo, AMLO está dedicado a sistemáticamente incrementar (y atemorizar) a quienes entran en su lista de culpables y adversarios; desacreditar a los miembros de su gabinete e ignorar a sus propios asesores, además de explotar resentimientos y frustraciones, sin construir nada que pudiese llegar a satisfacer las demandas, reclamos o necesidades de la población.

Lo evidente es que sólo con acciones susceptibles de resolver los problemas existentes sería posible responderle a su base con resultados. No está haciendo nada de eso.

Lo que le importa al electorado -igual al suyo que al fifi- es el resultado de la gestión cotidiana del gobierno; como ilustra la gradual disminución en los números de la popularidad del presidente, una cosa es la elección y otra muy distinta es el ejercicio del poder. Su disyuntiva es seguir empleando el púlpito para atacar a los que tilda de "adversarios" o construir con todos para lograr resultados.

Para ganar una elección es necesario atacar, pero para ejercer el poder es indispensable generosidad y competencia. Refiriéndose a Alan Greenspan, el banquero central al que se culpó de la crisis de 2008, un político de su país resumió el dilema de manera contundente, aplicable hoy a AMLO: "si te atribuyen el sol, no puedes quejarte cuando te culpen por la lluvia".

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