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Schadenfreude
Jue, 05/05/2011 - 08:45

Ibsen Martínez

¿Por qué salí de Twitter?
Ibsen Martínez

Ibsen Martínez es escritor y ensayista venezolano. Su trabajo puede leerse regularmente en publicaciones locales tales como los diarios “El Nacional”, “Tal Cual” , “El Mundo, economía y negocios”, y el semanario “Zeta”, todos de Caracas (Venezuela). Ha sido colaborador de medios extranjeros como “El País”, “ABC/abcd” (suplemento cultura del diario “ABC”) y “El  Mundo”, de Madrid (España). También de “El Espectador” de Bogotá (Colombia), así como de las revistas literarias y de ideas “Letras Libres” de España, y El Malpensante, de Bogotá (Colombia). Desde 2005 he escrito  ocasionalmente en inglés para “Foreign Policy”, “The Washington Post” y durante cinco años para la página estadounidense “Econlib.org”, especializada en temas económicos.

Durante Semana Santa me las apañé para ver, a solas y casi en preestreno nacional, dos manifestaciones de algo llamado a ser un nuevo género cinematográfico: el documental de tema financiero.

El primero data del año pasado y fue producido por la BBC. Se titula, muy denotativamente, "Los últimos días de la quiebra de Lehman Brothers". No logra salvar el árido escollo con el que siempre describen los espíritus lerdos los temas de economía: "es árido: para dormir culebras, ¿a quién le importa?".

El segundo, y decididamente el mejor, es "Inside Job", el último filme de Charles Ferguson -obtuvo este año el Oscar al mejor documental-, cuya estrategia expositiva rebasa lo meramente didáctico y logra algo que Carlos Botero, el concienzudo crítico cinematográfico de El País, expresa sugestivamente al decir: "en su intento por ser realista y didáctico le ha salido una extraordinaria película de terror".

La cinta convoca los testimonios de figuras del mundo financiero como George Soros y William Ackman; economistas como Nouriel Roubini, Raghuram Rajan y Simon Johnson, y del director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn.

Ferguson acusa, con responsable probidad documental, no solo a economistas, ejecutivos de los grandes bancos y políticos, que impulsaron la burbuja inmobiliaria para obtener mayores rentabilidades en los activos financieros. También al mundo académico, como individualidades de Harvard y el MIT, que avaló esas prácticas.

Palabras liminares del cineasta en su discurso de aceptación del Oscar: "discúlpenme, pero debo arrancar señalando que tres años después de que estallara nuestra horrible crisis causada por el fraude financiero masivo, ni un solo ejecutivo ha sido encarcelado, y eso está mal".

Escribo esta nota bajo el influjo de esos dos filmes. 

Refiréndose a la crisis financiera estadounidense, un analista llamado Mark Brown escribió en 2009, en el Chicago Sun Times, que con el llamado "Plan Samuelson", "la administración quiere que los contribuyentes financiemos la nacionalización de la industria de las finanzas. Solo que, a diferencia de las 'banana republics', el gobierno de Estados Unidos solo estará comprando problemas en lugar de activos y beneficios. En fin -concluía Brown, amargamente-, así funciona el el capitalismo en EE.UU.".

Ahora escuchen lo que en aquel primer momento -a fines de 2008- declaró el profesor Ben Bernanke, antiguo jefe del Departamento de Economía en la Universidad de Princeton, un distinguido estudioso de la Gran Depresión y actual presidente de la Reserva Federal americana: "en las trincheras, bajo fuego enemigo, no abundan los ateos: no hay lugar para ideólogos cuando se trata de una crisis financiera".

Con ello quiso encarecer su apremio por hacer aprobar el plan inicial de rescate de bancos en quiebra que era solo de US$700.000 millones, mucho más de lo que hasta hoy ha consumido la invasión a Irak. Con dicho plan, Ben Bernanke y el secretario del Tesoro, Henry Paulson Jr. -uno académico, el otro un banquero de nota- parecieron acabar de un modo dramático con el dogma liberal de que el mercado pudede regularse sin intervención del Estado.

En gran parte de América Latina, siempre vulnerable a las crisis financieras de su propia cosecha, debería sentirse más aprensión por las consecuencias que para nosotros pueda tener "el hermoso lío" -así lo bautizó la respetada y desaparecida voz conservadora de William Kristol- que Wall Street ha creado, y sigue creando.

A despecho de lo que muchos gobernantes de nuestra región hayan podido afirmar sobre la fortaleza de nuestras economías y la sensatez de nuestras políticas públicas, la detestada verdad es que no solo vivimos al lado de un gran país que, según muchos expertos, no atraviesa una mera "crisis", sino que se adentra a grandes pasos en una grave recesión. Y, en muchos casos, ese país es nuestro principal socio comercial y financiero.

Cuando Hugo Chávez se jactó de que la llamada "economía real" venezolana no habría de experimentar efectos directamente relacionados con el "crunch" financiero estadonidense, fue difícil pensar que ni siquiera el más desprevenido de sus fieles pudiese llegar a creerle.

Pese a toda su retórica antinorteamericana, el sector petrolero venezolano representa 90% de nuestras exportaciones y más de la mitad de los ingresos ordinarios del gobierno central. Y Venezuela sigue siendo para Estados Unidos el cuarto suplidor de crudo en importancia.

Lo dicho trae a la mente de manera natural el modo en que la actual crisis estadounidense calca algunos rasgos de la catástrofe financiera mexicana de 1982, crisis cuyos efectos se hicieron sentir tan lejos como Brasil y Argentina, y que puso a México en el trance de declarar la cesasión de pagos de su deuda externa. Como se sabe, grandes flujos de capital, afianzados en la bonanza petrolera, precedieron aquella crisis. El flujo de capital disparó un febril boom de créditos domésticos sencillamente impagables. Las hojas de balance de los bancos se convirtieron en zona de desastre.

Y al no existir una estricta supervisión del sector financiero, formado mayoritariamente por bancos hace poco privatizados que prestaban y prestaban y prestaban sin atenerse a regla alguna, con garantías chimbas que, a menudo, no representaban más que deuda, la banca mexicana estaba condenada a colapsar.

Andrés Velasco, otrora ministro de Finanzas de Chile, señala que los organismos reguladores de EE.UU. cometieron en esta crisis los mismos errores de omisión que sus homólogos latinoamericanos en los tempranos años 80.

Pero lo que quizá sea el peor efecto que la crisis gringa pudo tener en América Latina haya sido que quienes en aquel país abogaron por rescatar "nacionalizando" de hecho, bancos inundados por la "deuda mala", restaron mérito a cualquier argumento razonable contra las nacionalizaciones en nuestros países, tan propensos al estatismo y a inconducentes políticas populistas.

Mientras Mr. Bernanke y Mr. Paulson daban los toques finales a su plan de rescate financiero, en Ecuador era sancionada con mayoría de votos, por vía de un hasta ahora incuestionado referéndum, una constitución socialista. Dicha constitución, igual que la derrotada "reforma" constitucional chavista y que la controvertida carta magna propugnada por Evo Morales, hace de la nacionalización la panacea de todos los males económicos.

Lo que sigue es el parecer de Álvaro Vargas Llosa, connotado comentarista liberal, sobre la medida de rescate concebida y aprobada en Washington:

"Cuando impugno una nacionalización, suelo apuntar a Estados Unidos como ejemplo de prosperidad, gracias a un sistema de empresa privada en el que el éxito y fracaso no están socializados. Ahora que el gobierno estadounidense ha tomado el control de grandes instituciones financieras y anunciado que intenta comprar a Wall Street más de $700.000 millones de su deuda inservible, tendré que comerme mis palabras. A partir de hoy, cualquier tiranuelo, en cualquier parte del mundo, que capture una industria callará a sus críticos diciendo que una administración norteamericana dirigida por el partido de la libre empresa ha nacionalizado de facto un trozo enorme del capitalismo norteamericano" (Wall Street Socialism, The Independent Group Newsroom, 24 de septiembre de 2008).

Quizá mi amigo Álvaro haya exagerado un poco, pero su comentario despierta en mí otra faceta de la cuestión: eso que los alemanes llaman schadenfreude -el goce secreto que depara presenciar la adversidad de los demás.

El opuesto perfecto de la envidia antinorteamericana.

*Esta columna fue publicada originalmente en ElMundo.com.ve.

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