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Guerras frías y cabezas calientes
Lun, 26/11/2018 - 08:42

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

Eran los años 80 y el gobierno de Ronald Reagan reverdecía el maniqueísmo propio de la Guerra Fría. En ese contexto Georgi Arbatov, asesor del líder soviético Mijail Gorvachov, lanzaba una ominosa advertencia a los Estados Unidos: “Les vamos a causar un daño terrible: los dejaremos sin enemigo”. La advertencia se basaba en una lógica elemental: la contención del comunismo era la razón de ser de la Guerra Fría, y permitía alinear a los actores políticos dentro de la dicotomía aliado/rival. Desaparecido el comunismo, desaparecería también el criterio fundamental para comprender y encarar la política internacional. Por eso algunos años después el profesor de la Universidad de Chicago John Mearsheimer escribiría un artículo titulado “Por qué pronto extrañaremos la Guerra Fría”. Según él, la amenaza soviética era la razón de ser de la alianza militar entre Estados Unidos y Europa occidental y, sin ella, esa alianza comenzaría a resquebrajarse (pronóstico que, en realidad, sólo cobró visos de verosimilitud con la presidencia de Donald Trump).

El problema fue, sin embargo, que el comunismo no murió: sigue vivo en la febril imaginación de sus más fervientes detractores, incapaces de concebir un mundo sin amenazas existenciales que les brinden un sentido de propósito. Ese es el caso, por ejemplo, del futuro canciller de Brasil, Ernesto Araújo. Según su blog, el cambio climático es un mito urdido por una conspiración marxista internacional (en política, el verde ecologista sería el nuevo rojo). A su vez aquella agenda que, entre otras cosas, propone el matrimonio entre personas del mismo sexo, sería producto de una conspiración urdida por el “marxismo cultural” (y uno que ingenuamente creía que, según Marx, la infraestructura económica determinaba la superestructura ideológica). Y así sucesivamente.

La desorientación de buena parte de la izquierda tras la caída del muro de Berlín es fácil de entender. Pero la desorientación de buena parte de la derecha resulta desconcertante: ganaron la Guerra Fría pero tres décadas después siguen sin darse cuenta. Tal vez sea porque quien realmente creyó haberla ganado fue el liberalismo. Tras la caída del muro, según Francis Fukuyama, habíamos llegado al fin de la historia, en el sentido de que ya no existían  alternativas a la democracia representativa y a la economía de mercado como un modelo de sociedad con pretensión de universalidad.

Pero la extrema derecha contemporánea tiende a mezclar de manera confusa a sus rivales, sin distinguir entre liberales y marxistas. Piense por ejemplo en la propuesta de permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Esta se basa en conceptos tales como la separación entre Estado (para el cual el matrimonio es un contrato entre agentes privados) e Iglesia (para la cual es un sacramento). Se basa además en que, siempre y cuando no infrinjan los derechos de terceros, los individuos debieran ser libres para suscribir los contratos que juzguen convenientes (y el Estado no tendría derecho a legislar sobre las normas morales que debieran regir la conducta individual). Conceptos que, históricamente, fueron engendrados por el liberalismo aún antes de que existiera el marxismo.

La extrema derecha contemporánea parece habitar un universo alterno, y en su extravío atribuye a comunistas como Carlos Marx ideas que en realidad provienen de liberales como John Stuart Mill, mientras atribuye a liberales como John Locke ideas que podrían haber concebido conservadores como Edmund Burke.

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